La división trabajo / paro ha sido sintetizada en la figura del precario; aquella férrea dicotomía de antaño le ha otorgado sus elementos más lesivos -sometimiento, servidumbre, alienación, tristeza, competitividad, inacción, soledad- pero sin incluir las contrapuestas potencialidades favorables a la vida –seguridad, tiempo libre, realización, identificación, resolución, proyecto. Con esta precisión de mínimos el paisaje de la metrópoli se satura de interrogantes. ¿Con el fin de la partición contemporánea de la vida, todo tiempo, incluso el de paro de la actividad remunerada, resulta tiempo de trabajo? Cierta reflexión sobre la economía política entregaría una respuesta afirmativa: con ella, el mero acto de encender una bombilla o de pasear por una calle generaría valor y, por tanto, acontecería como trabajo -que por cierto debería ser remunerado de alguna manera etc, etc...
Sin embargo, esta respuesta resulta poco útil para ensayar una comprensión de la experiencia que la precariedad entrega como erosión del propio vivir. La vivencia y la enseñanza más básicas en este medio caústico se reúnen en un enunciado suficientemente cercado como para negar la senda que se abría como reivindicación de la potencia productiva de una vida fuera del trabajo, ese enunciado reza: hoy trabajo, mañana no, hoy trabajo, mañana no… Así, más bien, todo el tiempo es tiempo de precariedad, de incertidumbre respecto a las condiciones de reproducción y proyección de la propia vida, y de certeza de la continuidad de esa incertidumbre. El miedo obraría, perfilando una explicación rápida, en el fondo de esa incertidumbre y el precariado sobrevendría como un efecto de miedo: un estallido, una diáspora, una huida de refugiados de guerra, una fuga desarmada desde el vacío hacia los centros de producción del vacío: miles de proyectos, miles de horas muertas, miles de trayectos, miles de humillaciones, miles de puertas. Pero miles individuales: milésimas.
La precariedad no sería, en rigor, de este modo y en este momento del análisis global que de ella se hace, una clase -un precariado a explorar- un tipo, un cierto grado de la composición técnica, pues del precariado, de aquellos a los que sólo les pertenece su incertidumbre, no encontramos denominadores comunes en el sentido estricto, y los intentos de exploración de su figura se dispersan en experiencias máximamente individualizadas y en clasificaciones fenomenológicas demasiado comprometidas con el fáctum de la sociología del trabajo. Precariado multiforme en su especificidad cotidiana, banal, sin predicados genéricos pero, quizás, dañado por una afectividad común inventariable en sus desafectos recurrentes: aislamiento, desarraigo, desapego, regresión, hostilidad; en sus mejores momentos, repliegues del yo sin posibilidad de pliegue real, pues todo cuidado de sí constituye para el precario un modo de inversión para el compromiso con un futuro incierto.
Pero esta exploración de la afectividad precaria tampoco resulta conclusiva, el esquema subjetivo que plantea la existencia de algo llamado precariado no concede respuestas para el esbozo consistente. La precariedad parecería ser más un estado de las cosas (aunque este nominativo apenas quiera decir nada por ello es, posiblemente, el que mejor se ajusta a la realidad del fenómeno) una disposición, un esquema que funciona en múltiples niveles y que no puede deslindarse en lo objetivo de la coyuntura o lo subjetivo de una situación. ¿Momento intersubjetivo entonces? De un modo más preciso sería pertinente hablar de un estado interobjetivo; en rigor una relación de cosas, pues el estado de muerte que padecen los cuerpos así parece exigirlo.
Desmintiendo ciertos equívocos, la precariedad no constituiría únicamente una depresión general catastróficamente sostenible de la calidad del proceso trabajo -aunque en ella se manifieste en su potencia más elevada- y, por consiguiente, del nivel adquisitivo, sino el advenimiento de una esfera de sentido basada en una lógica del miedo que posibilitaría ciertas formas de vida en un medio fundamentalmente incierto, acometible en el sentido de su adecuación a las necesidades pero inamovible en las condiciones que su conjunto impone: una naturaleza depredadora advenida al nivel del pavimento de la calle.
Si bien es cierto que esta condición parece expresarse de formas diferentes según los países en los que se radica, y a este respecto cabría citar como tendencias destacadas tanto la revalorización de la idea de trabajo que se pretende instalar desde las administraciones francesa y alemana como el darwinismo al que se ven obscenamente abandonados los jóvenes en las naciones del sur de Europa, todos los territorios parecen compartir cierto medio ambiente común exteriorizado en un grito de desesperanza que retorna a las paredes después de dos décadas de ausencia del imaginario: perder la vida sin ganar nada a cambio. Semejante malestar se traduce a nivel universal en un silencio privativo: nadie habla ya del futuro. Los individuos se afanan continuamente en industrias, sueños, angustias y jugarretas que remiten hasta el cero absoluto en el nivel comunicativo: de ellos sólo se obtienen los indicios reveladores de un rostro agotado en la carrera de buscarse la vida, una vida sin futuro.
Por ello resulta sorprendente que una de las formas más características y generales de la precariedad encuentre en el mecanismo hipotecario el canon de su funcionamiento. Únicamente como referencia culta: negación de Lotz y de casi todo Benjamin, así la general falta de envidia del presente para con el futuro quedaría anulada. Todo instante sería vivido como inversión proyectiva para un futuro improbable o como derroche culpable -resta involuntaria o perversa- de las magras posibilidades de seguir habitando sobre este mundo en un futuro inmediato. Miedo ligado a la probabilidad, el juego de la bolsa al nivel del pequeño ahorrador concretaría el canon, ya que la inversión continuada no acumula probabilidades de ganancia definitiva sino que, únicamente, proporciona nuevos accesos parcelados a la apuesta, ínfima para el universal pero fatal para su protagonista: la jugada pondría así en funcionamiento la ruleta amañada de un destino construido desde la envidia del futuro.
Si lo hubieramos sabido antes ¿hubieramos actuado de otra manera?
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