Como sabemos, las calles rebosan de actos incívicos. Entre lo que son realmente y lo que deberían ser, está la fuerza centrípeta de todas las policías, que se esfuerzan en restablecer el orden; y enfrente estamos nosotros, es decir, el movimiento inverso, centrífugo. No podemos más que alegrarnos del arrebato y del desorden, donde quiera que surjan. No hay nada sorprendente en que las fiestas nacionales acaben a partir de ahora sistemáticamente mal. Radiante o desvencijado, el mobiliario urbano -pero ¿dónde comienza y dónde acaba?- materializa nuestra desposesión común. Perseverante en su vacío, tan sólo pide volver de verdad. Contemplemos lo que nos rodea: todo ello espera a que llegue su hora, la metrópolis adquiere de repente un aire de nostalgia, como sólo lo tienen los campos en ruinas.
En cuanto a los obstáculos serios, es falso tachar de imposible toda destrucción. Lo que de prometedor hay en ello reside y se resume en la apropiación del fuego. En el año 356 a. de C., Heróstrato quemó el templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo. En nuestros tiempos de decadencia consumada, los templos sólo imponen la verdad fúnebre de que ya son ruinas.
Aniquilar esa nada no es en absoluto una triste tarea. El gesto hace reencontrar una nueva juventud. Todo cobra sentido, todo se ordena de repente, espacio, tiempo, amistad. Se recurre a cualquier medio, y se recuperan viejos usos -no somos más que medios-. En la miseria de estos tiempos joderlo todo funciona quizás -no sin razón, hay que admitirlo- como última seducción colectiva.
Comité invisible. La insurrección que viene. 141-143