"Aparentemente, la cuarentena le había dado más aplomo, más sabiduría y más prudencia. Había despejado las nubes. La mujer que amaba esperaba un hijo suyo. Se habían trasladado a una casa más amplia. Empezaba a ser conocido, lo traducían cada vez más en el extranjero. Con los derechos de autor había encargado una locura, un sueño de niño y a la vez de hombre acomodado: un enorme archivador de metal, blindado e ignífugo, para guardar los tesoros que llevaba a cuestas desde que se había separado de Dorothy: manuscritos, cartas, discos raros, colecciones de sellos, grabados, revistas de ciencia ficción imposibles de encontrar.
El día que le entregaron ese monstruo, que pesaba, sin los cajones, trecientos cincuenta kilos y debía ocupar toda una pared de su despacho, un arranque de angustia ofuscó su alegría: cuando has comprado algo así, no te mueves más, se acabó, has arrojado el ancla. Después recordó que Fafner, el dragón de la ópera de Wagner, estaba condenado a la muerte y su tesoro a la dispersión, y entonces un temor inverso se sumó a su angustia: el temor no ya a la saciedad sino a la pérdida."
Emmanuel Carrère. Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos: Philip K. Dick 1928-1982, p. 155.