En vano. A medida que la vida en los pasillos se prolongue el volumen de los objetos que el exilio llevará consigo aumentará, y con él, la hediondez, que se dilatará hasta parecer un continuo y enloquecido aullido del elemental del aire. Pronto se descubrirá que ese umbral extremo de dolor olfativo se ha convertido en constante de la vida misma, un nuevo sello de oficialidad de la existencia tan inflexible como la sombra o la sed.
Será por entonces cuando el tacto entregue la segunda señal. Al principio, acaparada la atención por el hedor endemoniado que invadirá hasta los corredores de acceso más profundos, la penumbra de la nueva vida ocultará la emergencia. Pero sigilosamente, entre las prisas y ajetreos del pasillo y como un creciente espejismo aplicado a la carne, los rumores se irán convirtiendo en certeza. Irritados por el forzoso nomadismo los científicos confirmarán la metamorfosis, sus microscopios instalados entre camastros individuales y angostos armarios de pasadizo, y le otorgarán un nombre amargo: la psoriasis de las cosas.
Y una vez más resultará irreversible. De modo similar a la lentitud con la que se filtró la pestilencia en esas vidas acostumbradas al soborno del olfato, se sedimentará el nuevo aspecto de las cosas: pequeñas manchas y vetas, al principio inadvertidas pero irrefutables para el uso frecuente, como si los objetos adquirieran una textura mimetizada más apta para el nuevo escenario cotidiano. Esa espontánea geografía definida por los roces, la corriente y el tráfico de los pasillos, un clima de la devastación misma, durante un corto periodo parecerá haber hecho presa en los utensilios y herramientas, en los precarios muebles de campaña y los sofisticados ordenadores portátiles.
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